Cuando yo era niña, tuve la oportunidad de nacer y crecer en una familia que amaba la vida. Amar la vida tiene que ver con muchos aspectos: sonreír al ver el sol, dar gracias por poder mirar el mar todos los días, emocionarse por descubrir una nueva habilidad, sentir paz por haber hecho los deberes, sentir orgullo por los logros propios, descansar sabiendo que alrededor hay gente en la que se puede confiar, crecer con la certidumbre de que todo va a seguir bien.
Tuve la suerte de nacer en una familia donde mis padres eran maestros y, verdaderamente, creo que eso hizo una gran diferencia porque me enseñaron también a amar la escuela. Aprendí que aprender es un placer. Aprendí que leer me abría las puertas a otros mundos, a muchos mundos. Aprendí que cada día era emocionante porque había incorporado alguna nueva palabra, o quizás una nueva historia, o simplemente había visto otro lado diferente de algo que tal vez ya sabía.
Crecí en una familia que no me exigía ser la mejor, que no pensaba en que “tenía que ir a la escuela para ser alguien en la vida” sino que ir a la escuela era parte de la naturalidad de mi desarrollo, era lo que correspondía y ya, porque se daba por hecho que al ser feliz en mi casa podía ser feliz en donde yo estuviera.
Esa suerte no la tienen muchos, simplemente porque a veces a los padres se nos olvida mirar con todo detalle a nuestros hijos. Vemos que les dejan hojas y hojas de tarea, que los presionan para terminar de llenar libros, que los obligan a repetir cientos de veces planas y planas, que arrastran los pies para ir a la escuela, que lloran al llegar, que y aún así no hacemos nada. Pensamos que eso es “lo normal”. Que les exigen competir para ser el número uno, que les dan premio si se quedan callados y quietos, que les castigan si no cumplieron con las expectativas, que incluso a veces no tienen amigos y parece que nadie se da cuenta de ello.
Amar la escuela no se da porque sí, y mucho tenemos que ver los padres al elegir ese lugar donde nuestros niños conocerán las primeras aproximaciones formales al conocimiento. Para amar la escuela es necesario desear estar en ella, salir sonriendo con la satisfacción de haber trabajado, dormir con la certeza que mañana se volverá a ese lugar mágico donde aprendo a ser capaz, a ser yo, a construirme.
Amar la escuela se da automáticamente cuando aprendo que es justo ahí donde me enseñan a amar la vida.
Por: Alexandra Carvallo Báez
________________________________________
Alexandra Carvallo es Doctora en Educación, Psicoterapeuta Ericksoniana y Guía Montessori certificada.
Facebook: Montessori Veracruz Correo: acarvallo@cev.mx